La Naturaleza Humana de Jesús y la Nuestra

Por Carlos Perrone

(Este artículo fue publicado por primera vez en agosto del 2016 y revisado posteriormente varias veces. Última revisión: 28 de febrero de 2021).

“Cuanto más pensemos acerca de Cristo convirtiéndose en un bebé sobre la tierra, tanto más admirable parece este tema. ¿Cómo podía ser que el niño indefenso del pesebre de Belén siguiera siendo el divino Hijo de Dios? Aunque no podamos entenderlo, podemos creer que Aquel que hizo los mundos, por causa de nosotros se convirtió en un niño indefenso. Aunque era más encumbrado que ninguno de los ángeles, aunque era tan grande como el Padre en su trono de los cielos, llegó a ser uno con nosotros. En él, Dios y el hombre se hicieron uno; y es en este acto donde encontramos la esperanza de nuestra raza caída. Mirando a Cristo en la carne, miramos a Dios en la humanidad, y vemos en él el brillo de la gloria divina, la imagen expresa de Dios el Padre. — The Signs of the Times, 21 de noviembre de 1895. {3MS 144.2}

—”María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. . .

—”El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que va a nacer será llamado Hijo de Dios. . .” (Lucas 1:30, 31, 35).

“Su naturaleza  humana [de Cristo] era creada; ni aun poseía las facultades de los ángeles. Era humana, idéntica a la nuestra”. {3MS 145.4}

La Encarnación de Cristo es un milagro insondable. Es poco lo que la Biblia dice acerca de él y muy limitada nuestra inteligencia para comprenderlo.

Notemos algunas expresiones usadas en la Escritura:

“Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Lucas 1: 31.

“El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo

. . . lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es”. Mateo 1: 18-20.

“E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad:

 Dios fue manifestado en carne (encarnado),

Justificado en el Espíritu,

Visto de los ángeles,

Predicado a los gentiles,

Creído en el mundo,

Recibido arriba en gloria. 1 Timoteo 3:16

De una manera imposible de definir en lenguaje humano, Jesús reunía en su persona la omnipotencia divina y la fragilidad humana. De esta manera era Hijo de Dios, y al mismo tiempo Hijo del Hombre.

¿Hasta dónde podía llegar su omnipotencia divina sin quitarle su semejanza con nosotros?

¿Hasta dónde podía llegar su fragilidad humana sin comprometer su igualdad con Dios?

¿Qué significa que Él se hizo como uno de nosotros?

En la Palabra encontramos algunas vislumbres del milagro de la Encarnación.

“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado“. (Hebreos 4:15).

Tentado en todo según nuestra semejanza: Ciertamente NO era igual a nosotros. De haberlo sido, habría estado tan perdido como nosotros. Nosotros venimos de padre y madre humanos. Jesús venía de su Padre Dios y de su madre humana María.

“No tomó la naturaleza de los ángeles sino la humana, perfectamente idéntica con la nuestra, pero sin mancha de pecado. Poseía un cuerpo y una mente humanas con todas sus peculiaridades; tenía músculos, huesos, cerebro. Siendo carne de nuestra carne, compartía la debilidad humana. Las circunstancias que rodearon su vida fueron de tal naturaleza que lo llevaron a estar expuesto a todas las inconveniencias de los hombres; no las de los ricos sino las de los pobres; de aquellos que pasan por necesidad y humillación. Respiraba el aire que nosotros respiramos y caminaba como nosotros lo hacemos. Tenía conciencia, razón, memoria, voluntad, y los afectos de un alma humana, todo unido a su naturaleza divina.—Manuscript Releases 16:181-182. {VAAn 162.1}

Su naturaleza humana debilitada lo exponía a la tentación. Fue tentado en todo como nosotros. Y fue tentado hasta el límite mismo de su resistencia. Veámoslo en el desierto de la tentación resistiendo al Diablo después de pasar cuarenta días sin comer. Veámoslo en el Getsemaní sudando sangre en tanto la copa de un dolor infinito tiembla en su mano, en la Vía Dolorosa cargando el madero, en la Cruz, diciendo: “Padre mío, Padre mío ¿por qué me has abandonado?”. Nadie fue tentado tan severamente como lo fue Jesús.

Sin pecado: Jesús no pecó. No había pecado en él, si bien en su naturaleza humana participaba de nuestra debilidad.

“Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos”. (Hebreos 7:26).

Alguien dijo con acierto que la debilidad humana de Jesús era una “debilidad inocente”. Es decir, como nosotros podía sentir el hambre, el cansancio, el dolor, el frío y el calor, el temor, etc. pero no tenía ninguna tendencia al mal. Jesús era “santo, inocente, sin mancha”.

En su lucha contra la tentación no echó mano de su propio poder como Hijo de Dios sino que dependió enteramente de la ayuda y el poder de Dios a fin de vivir como el verdadero Hijo del Hombre que debía ser para salvarnos. Vivió y murió dentro de los límites del hombre caído pero sin pecado.

“Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente”. (Hebreos 5:7).

Jesús no tenía pecado morando en él.

Dice Pablo que los hijos caídos de Adán tenemos pecado morando en nosotros: una ley que nos lleva al pecado y a la muerte:

“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.

“Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena.

“De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí.

“Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.

“Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.

“Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí.

“Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.

“Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.

“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. (Romanos 7:15-24).

Santiago llama a ese pecado interior concupiscencia:

“Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido.

“Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte”. (Santiago 1:13-15).

¿Tenía Jesús pecado morando en él o concupiscencia?

Ciertamente no. Era un ser santo. Si hubiera tenido pecado en su naturaleza no habría podido ser nuestro sustituto expiatorio. En ese caso él mismo habría estado también perdido.

Él participó de carne y sangre. Es decir, tuvo un cuerpo como el nuestro.

“Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”. (Hebreos 2:14).

Esto nos lleva a entender que Jesús no recibió ninguna mancha de corrupción de su madre María. Pero sí recibió una naturaleza debilitada por el pecado de la humanidad que lo ponía en desventaja frente a las tentaciones de Satanás.

“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación“. (1 Pedro 1:18, 19).

De su Padre Dios recibió una naturaleza perfecta, sin mancha y sin contaminación, como la de un nuevo Adán. Así como el corderito expiatorio debía ser perfecto para representar a Cristo. Jesús tenía una constitución física, mental y espiritual perfecta. No necesitaba cargar con defectos físicos, mentales o espirituales para ser igual a nosotros. Bastaba con que, en su perfección, participara de nuestras limitaciones humanas frente a la tentación.

“Como Dios que era [Jesús] no podía ser tentado; pero como hombre, podía serlo y con mucha fuerza, y podía ceder a las tentaciones. Su naturaleza humana pasó por la misma prueba por la cual pasaron Adán y Eva. Su naturaleza humana era creada; ni aun poseía las facultades de los ángeles. Era humana, idéntica a la nuestra. Estaba pasando por el terreno donde Adán cayó. El estaba en el lugar donde, si resistía la prueba en favor de la raza caída, redimiría en nuestra propia humanidad la caída y el fracaso desgraciados de Adán”. {3MS 145.4}

Jesús no era tentado “desde adentro” por tendencias al mal, vicios o pasiones carnales. Era tentado “desde afuera” por un enemigo implacable que trataba, por todos los medios, de aprovecharse de sus limitaciones humanas para hacerlo caer. Las tentaciones de Satanás no fueron cosa fácil para él. Fue probado hasta el límite mismo de sus fuerzas y de su fe. Llegó a sudar sangre en su lucha contra la tentación.

Así como Jesús recibió una naturaleza desgastada y limitada, nosotros también recibimos una naturaleza desgastada y limitada. Pero aquí, debemos hacer notar una diferencia: Jesús, como ya dijimos, era plenamente sano en cuerpo, mente y espíritu. Nosotros, en cambio, venimos a este mundo con tendencias al mal. A más de eso, podemos acarrear defectos, taras, retardos mentales, malformaciones. Nuestra naturaleza es idéntica a la suya, sólo que la naturaleza del Señor era perfecta y la nuestra es enferma y pecaminosa.

“He aquí, en maldad he sido formado,
Y en pecado me concibió mi madre”. Salmos 51:5

“Jesús aceptó la humanidad cuando la especie se hallaba debilitada por cuatro mil años de pecado. Como cualquier hijo de Adán, aceptó los efectos de la gran ley de la herencia. Y la historia de sus antepasados terrenales demuestra cuáles eran aquellos efectos. Mas él vino con una herencia tal para compartir nuestras penas y tentaciones, y darnos el ejemplo de una vida sin pecado”. {DTG 32.3}

Adán y Eva pecaron porque se dejaron engañar por los ardides de la serpiente. Y esto aún en el estado de inocencia que tenían antes de pecar. Jesús resistió la tentación con una mente inocente, pero desgastada y bajo condiciones extremadamente severas.

A fin de salvarnos, Jesús no podía errar . Para él no habría perdón ni gracia si pecaba. Él tuvo que vencer en dependencia de su Padre por el poder del Espíritu, el mismo poder que nos es prometido a nosotros. Nosotros, en cambio, tenemos a Jesús como Salvador. Si pecamos, obtenemos de Él perdón y gracia. Jesús no tenía Salvador. Debía salvarse por su propia obediencia. El riesgo corrido por la Divinidad en la obra de Cristo no puede medirse con medidas humanas. Fue un riesgo infinito.

El pecado es siempre un acto de rebeldía. No hay justificativos para el pecado. Pero también es una condición de nuestra mente después de Adán. Desde nuestra gestación tenemos tendencia al mal y a apartarnos de Dios, así como Adán y Eva se escondieron de Dios entre los árboles del huerto.

A nosotros, seres humanos caídos, se nos hace imposible resistir con nuestras pocas fuerzas a un enemigo que nos supera en poder y nos enreda con sus engaños. Percibimos una imagen distorsionada de la realidad. No tenemos la fuerza ni el entendimiento para resistir las tentaciones de Satanás que nos llegan a través del mundo y la carne. Somos entrampados por el enemigo. Nuestras mentes enfermas no alcanzan a discernir el engaño y nuestra voluntad no tiene poder para repeler los avances del maligno. Nuestra condición es desesperada.

Si la salvación dependiera de nuestra obediencia a la ley de Dios, estaríamos perdidos para siempre. Pecamos, sentimos el peso de la culpa y sufrimos muy amargamente por las consecuencias de nuestros pecados. Queremos librarnos, pero no podemos.

Satanás afirmó que el hombre no puede guardar la ley de Dios. Cristo vino al mundo para demostrar ante el universo entero la falsedad de tal afirmación. Como hombre vivió una vida sin pecado. Por cierto que el hombre puede guardar la ley de Dios. Lo que el hombre no puede es zafarse de las redes con que Satanás lo mantiene cautivo a causa de sus tendencias pecaminosas heredadas y cultivadas. El diablo es el causante de lo que él mismo condena en el hombre. El es quien induce al hombre a pecar abusando de su naturaleza debilitada e inclinada al mal y el que luego lo tiene atado con las cadenas de la culpa y las pasiones pecaminosas. Es también el acusador de los hermanos, que los acusa delante de Dios día y noche.

Por esta razón, en el antiguo ritual israelita, los pecados confesados por los hijos de Dios, que mediante el rito se llevaban dentro del santuario, eran quitados de él en el día de la expiación mediante la sangre del chivo para Jehová y puestos sobre la cabeza del chivo para Azazel. Es decir, Satanás tendrá que recibir el castigo por los pecados que hizo cometer a los hijos de Dios.

En su misericordia, el Señor proveyó una vía de escape al pecador: Nuestro Señor Jesucristo. “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la  muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”. (Hebreos 2:14).

Tan pronto nuestro entendimiento comienza a desarrollarse, hay dos fuerzas opuestas que vienen a nosotros. Por un lado el mal, con sus tentaciones. Y por otro lado, la gracia de Cristo que nos muestra el camino de salvación. Y esta lucha es nuestro pan de cada día a todo lo largo de toda nuestra vida.

La liberación del endemoniado gadareno (Lucas 8:26-39) nos ayuda a visualizar esta lucha entre el bien y el mal dentro de nosotros: Aquel pobre infeliz estaba dominado por una voluntad más fuerte que la suya, por una inteligencia maestra fraguadora de engaños y por un poder muchísimo mayor que su flaqueza humana. Su mente estaba desequilibrada, inclinada al mal, su cuerpo enfermo. Estaba dominado por pasiones feroces.

Ciertamente él quería ser librado, presentía la existencia de algo mejor, pero no podía alcanzarlo por sí mismo. Tan pronto vio al Maestro percibió, en medio de sus tinieblas, que él podía librarlo de tal esclavitud. Vino a Cristo en busca de liberación, pero cuando quiso hablar los demonios le tomaron la boca por su cuenta y no lo dejaron decir lo que quería decir. Pero Jesús leyó en los ojos desorbitados de aquel endemoniado el deseo íntimo de su alma; oyó la oración inexpresada y de inmediato liberó aquella alma esclavizada por el maligno. La palabra de Cristo arrojó fuera al demonio. Esa misma palabra que resucitó a Lázaro cuando ya hedía en la tumba, levantó a aquel pobre hombre, muerto en sus pecados, a una vida totalmente nueva.

Así también todos nosotros, no importa cuán bajo hayamos caído, podemos alcanzar liberación del mal y una vida totalmente nueva si miramos con fe a Cristo Jesús.

Cristo vino para demostrar que el hombre SÍ puede guardar la ley de Dios. Él mismo, como hombre, vivió una vida sin pecado. También nosotros, pecadores, podríamos vivir una vida libre del pecado. Pero para ello es necesario que en nosotros se produzca un cambio. Al decir del Maestro, nos es necesario nacer de nuevo.

“Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.

“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu,[a] espíritu es.

“No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo”. Juan 3: 5-7.

Necesitamos ser renacidos por la Palabra de Dios: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre”. 1 Pedro 1: 23.

De hecho, Jesús fue tentado mucho más allá de lo que ser humano alguno haya sido tentado alguna vez. Jesús no tenía tendencias al mal, como nosotros, pero como nosotros sentía el dolor, la necesidad de ser amado, la desilusión y el miedo. Como nosotros podía sufrir hambre, sed, calor, frío, cansancio. Y por esas flaquezas fue tentado. Pero él venció, y ahora nos da a nosotros su victoria.

“Era un poderoso peticionario, que no poseía las pasiones de nuestra naturaleza humana caída, pero estaba asediado por flaquezas semejantes, tentado en todo sentido como nosotros. Jesús soportó una agonía tal que requería la ayuda y el apoyo de su Padre”. {MGD 167.3}

El Señor nos vio perdidos y sin esperanza en las garras de un enemigo malo y tuvo compasión de nosotros.

“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó,

aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos),

y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”. (Efesios 2:4-6).

¡Bendito sea el Señor!