La Imagen de Dios

Enseña la Escritura que el hombre y su mujer fueron creados a la imagen de Dios. No había en ellos pecado y, por naturaleza, exhibían las gracias de la pureza y el amor. Pero al seguir las insinuaciones de Satanás se quebró en ellos aquella prístina condición de semejanza a Dios y comenzaron a copiar los rasgos del Enemigo.

La naturaleza humana no se corrompió totalmente como resultado del primer pecado. Pero apareció en ellos una tendencia a hacer lo malo. El mismo Adán, que se había alegrado muchísimo al recibir a su compañera de las manos de Dios, luego culpaba a la mujer y a Dios de su propio pecado: “La mujer que tú me diste me dio del fruto y yo comí.”

Habiendo perdido él mismo su condición original de inocencia no pudo transmitírsela a su hijo. Caín fue el primer asesino al matar por celos a su hermano. Luego, a medida que los hombres rechazaban más y más la Palabra de Dios, llevados de su tendencia al mal, se corrompían hasta extremos inconcebibles. Finalmente Dios vio que era necesario destruirlos con el diluvio universal como medio de salvar la raza humana.

Pasado el diluvio, la humanidad había quedado reducida a sólo ocho personas: las únicas que habían seguido la Palabra de Dios y así fueron salvas de aquel cataclismo mundial. El diluvio no fue tanto una manera de destruir a los pecadores como de preservar con vida a los pocos justos que todavía quedaban. Los inicuos iban a morir de todos modos víctimas de su propia iniquidad.

Los niños pequeños suelen mostrar rasgos de carácter valiosos y también tendencias a hacer lo malo. Desgraciadamente las tendencias al mal los inclinarán hacia la muerte si no interviene una fuerza sobrenatural que los libre de tales cadenas.

Refiriéndose a la condición del hombre frente a las tendencias al mal, dice San Pablo: “Vosotros estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia. Entre ellos vivíamos también todos nosotros en otro tiempo, andando en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos; y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás.” (Efesios 2:1-3.)

Lo natural en nosotros es que sigamos nuestras tendencias al mal, que muchas veces se ocultan bajo un manto de ángel y nos resulta difícil discernirlas. Estas tendencias nos convierten en enemigos de Dios y esclavos del mal. El resultado de esta acción es que, a menos que Dios nos ayude y nos libre, iremos perdiendo más y más la imagen de Dios y siendo cada vez más semejantes a los demonios.

En este triste proceso de degradación la conciencia actúa como un freno. Nos hace sentir que no está bien lo que hacemos, y crea en nosotros un sentimiento de culpa que nos corroe por dentro. Los hombres inventan toda clase de filosofías para disculpar o minimizar el pecado. Pero la culpa no depende tanto de una filosofía externa como de una realidad interna. Es verdad que algunas creencias o supersticiones pueden producir en nosotros cierto nivel de culpa sicológica por hacer o decir cosas supuestamente malas. Esta culpa sicológica puede ser removida con sólo cambiar la filosofía errada que la produjo. El Señor no proveyó perdón para la culpa sicológica por cuanto no envuelve un pecado real. Pero la culpa real no tiene remedio humano.

Algunos tratan de ahogar su culpa hundiéndose más y más en el pecado. La conciencia puede llegar a perder su sensibilidad, a cauterizarse. Puede perderse la distinción entre el bien y el mal. Este es el caso de los criminales en serie que matan y no sienten culpa. Pero este silencio de la voz reprensora no puede detener el proceso de destrucción del cuerpo y del alma.

Felizmente Dios intervino para ayudar al pecador: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos). Juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús.” (Efesios 2:4-6.)

Sí, esta es la maravilla del Evangelio. Con nuestra naturaleza humana, recibida de nuestros padres, estamos destinados a seguir un camino de destrucción progresiva, cuyo fin es la muerte sin esperanzas. Pero ahora, por medio de la misericordia de Dios revelada en la persona de Cristo, tenemos una opción que antes no teníamos, la de llegarnos a El por fe, y ser salvos; esto es, ser restaurados a su imagen.

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