por Carlos Perrone
Mi buen hermano Ignor Ante, nació pobre y no tuvo privilegios académicos. Su padre lo mandó sólo un año a la escuela para que aprendiera a leer, y luego se lo llevó con él al campo.
No podemos culpar a don Labor Ante, el padre de Ignor, por no mandarlo a la escuela. El sólo supo de trabajo duro desde su más tierna niñez y nunca aprendió a escribir. A más de eso, su padre había sido engañado por unos señores muy preparados que venían de la capital. Lo habían envuelto con palabras y le habían hecho firmar papeles que él no podía leer y acabaron quitándole un campo que era herencia de su madre.
Ignor desconfía de los tipos esos muy bien vestidos que vienen de la ciudad con papeles y mucha charla. Al mismo tiempo les teme, porque presiente que ellos son los que tienen la sartén por el mango. Se siente humillado y se amarga. Carga odio y resentimiento en su corazón. Anda por allí con su machete colgando de su mano derecha y un revólver en el cinto. Pone cara de malo y va sacando pecho y hablando recio. Ha tenido algunos encuentros violentos con otros “guapos” y tiene una cicatriz en la cara.
Parece que anduvo metido en asuntos de política y de guerrilla. Tuvo que huir de su tierra y vino a Canadá como refugiado. Al llegar al aeropuerto canadiense sintió algo frío que le corría por el cuerpo: esos edificios enormes; las computadoras; unas mujeres detrás de ellas que se movían rápida y decididamente, y que parecían tener gran autoridad. La gente que caminaba de aquí para allá con presteza. Muchas personas de elevada estatura y ¡oh espanto! Había allí unos policías vestidos de azul, cargados de armas y con rostros terribles.
El pobre y asustado Ignor fue a dar a un apartamentito de un solo cuarto en el subsuelo de una casa. Hacía frío allí dentro y afuera nevaba. Un amigo le consiguió trabajo en una fábrica de muebles. Los dueños eran italianos. Muchos de sus compañeros sólo hablaban inglés. Otros hablaban italiano, y algunos francés. Pero encontró uno que hablaba español. Se pegó a él. Poco a poco se le fue pasando el susto y comenzó a sentirse mejor tanto en el trabajo como en la calle. Por las noches iba a una escuela para aprender inglés.
Pero hay dos terrores que no se le van: La policía y la “migra.” Sabe que no puede “arreglarlos” con una “mordida” o soborno. ¡Que ni se le vaya a ocurrir, porque de allí no más se lo llevan al calabozo! Ya no anda con machete ni con pistola. El pecho se le desinfló y la voz de “macho” se le quedó en un frágil susurro. Su mirada altanera se volvió tímida y camina mirando el piso y arrastrando los pies de a ratos.
Cuando se reúne con sus amigos que son como él, trata de revivir aquel pasado malevo y feroz, pero teme ser visto u oído. Ya no es lo mismo.
En medio de sus quebrantos llega un día a una iglesia hispana donde encuentra algunos paisanos y se siente aliviado. Sabe que necesita cambiar, porque su modo de vivir allá en su tierra ya no le sirve en Canadá. Las promesas del Señor son bálsamo para su alma y recibe a Cristo y es bautizado. Comienza una vida nueva para Ignor.
No tiene idea de cuánto necesita cambiar, de cuánto necesita aprender, de cuánto necesita olvidar. Verse rodeado de paisanos le trae paz y alegría. Tanto es así que de pronto le parece que está de regreso en su tierra. Pero claro, estos buenos paisanos suyos son muy amables y pacíficos. Eso de hacerse el matón no parece andar muy bien en su nuevo entorno social.
Pero, como dice el refrán: “Dios los cría y ellos se juntan.” Poco a poco va conociendo mejor a los hermanos y descubre que algunos todavía llevan el machete y la pistola cuidadosamente escondidos debajo de su nuevo manto de ángel. A poco él también se da cuenta de que está cargando pistola y machete sicológicos.
Pero ¿Donde está el enemigo? En algún lugar debe estar. ¡Tiene que haber un enemigo! El tenía sus enemigos en su tierra. Su padre y su abuelo tuvieron sus enemigos. ¡Todo hombre macho tiene, por lo menos, un enemigo! Necesita un enemigo para llenar el casillero correspondiente en su esquema mental.
¡Finalmente lo encuentra! ¡Claro, allí está! ¿Cómo no se dio cuenta antes? Es ese que le echa cargas a su conciencia. Es ese que viene bien vestido a la iglesia, con manos muy suaves y muchas palabras. Es ese arrogante que piensa que lo sabe todo y que tiene la petulancia de venir a enseñarle a él. Y que, como si todo eso fuera poco, vive sin trabajar comiendo de los diezmos que él entrega con sudor y lágrimas. ¡Hijo del demonio, ese es su enemigo, el pastor!
Se une con otros de su partido. ¡Hay que reventar al pastor! ¡Pedazo de vago que se lo pasa en su casa viviendo de balde! ¡Viejo haragán! Entonces, en nombre de la justicia y la verdad, se lanza en una campaña para controlar al pastor. ¿Donde está? ¿Qué está haciendo? Se da turnos con otros hermanos para espiarlo con llamadas telefónicas a toda hora. ¿Está en su casa? ¿Está dando estudios bíblicos o visitando hermanos?
Ignor lidera ahora un grupo de resistencia. En las reuniones de junta directiva crea confusión sacando de la manga asuntos que no tienen pies ni cabeza, pero que impresionan en el momento. Cuando le parece que tiene un buen punto y se siente apoyado por otros, se planta frente al pastor, hinchado el pecho y con voz de macho, para reclamarle algo con gran arrogancia. Confieso que a veces, en casos así, yo perdía la paciencia con Ignor. Me enojaba. Lo miraba con ojos llameantes y le espetaba un párrafo duro y seco que lo dejaba de una pieza. A veces se sonrojaba. Luego, el lunes por la mañana, llamaba a la asociación para quejarse de que el pastor lo había maltratado con sus palabras. Dirigentes anglosajones, que no entienden la mentalidad de Ignor, tomaban partido con él en contra del pastor. No mucho después me llamaba el director ministerial para pedirme cuentas del asunto.
En verdad mi buen hermano Ignor no me odia ni tiene nada contra mí. Aparte de estas cosas que mencioné me da muchas muestras de aprecio. Me invita a comer en su casa. Dondequiera que me ve corre hacia mí para abrazarme con visible alegría. Sabe que sólo procuro su bien y que puede confiar en mí.
Entonces, ¿por qué actúa así en otros momentos? Pues, por la misma razón por la que Pedro negó a su Señor después de haber asegurado que nunca haría tal cosa. Sus tendencias naturales, unidas a un pauperismo cultural lleno de prejuicios y fantasmas crea en su pobre mente imágenes de enemigos y peligros que no existen. Se avergüenza de su ignorancia y trata de suplirla con una buena medida de arrogancia. En su mente todavía carga su machete y su pistola. El temor del enemigo lo mantiene en continua alerta. Desconfía de toda cosa que se mueve. El amor de Dios es su consuelo después de cada vuelta que da por la tierra de los matones. Con el tiempo llega a entender sus errores. El Evangelio le hace bien.
Es una cuestión de tipología. El enemigo, la venganza, los señores muy preparados que engañan y roban a los pobres, el machete, la pistola, etc. son los elementos que han formado siempre su mundo. Viniendo a Canadá trata de encontrar los equivalentes canadienses de aquellos elementos típicos. Le tomará años llegar a percibir la diferencia.
Es duro el trabajo con Ignor. Se niega a aprender. Si tratas de enseñarle, se ofende. Se molesta por todo. Vive día por día, no entiende de planes ni de programas. Si le das un papel impreso se queda mirándote; no sabe qué hacer con él. De hecho, le cuesta mucho leerlo y le es casi imposible captar la idea completa. Me dijo un día: ¡Pastor, no me venga con papeles, yo no entiendo de estas cosas. Venga el sábado por la tarde a mi casa y salgamos juntos a hacer visitas! Pobre Ignor, piensa que el pastor está sólo para él. No logra ver que los planes se hacen para multiplicar la obra del pastor.
Una vez Ignor fue nombrado director misionero de su grupo. Le dije: hermano Ignor, permítame sugerirle algo: muchos piensan que la actividad del director misionero consiste en leer un párrafo de un librito de tapas rojas y dar una arenga a la congregación. Ese plan no es bueno. Tenga usted, más bien, un buen material misionero para distribuir entre los hermanos que sea distinto cada semana y explíqueles lo que el material significa y el beneficio que puede traer al lector.
Me tomó tiempo explicarle el punto. Pareció entender. El primer sábado lo hizo muy bien. El segundo sábado vino a la iglesia absolutamente despreocupado y olvidado del asunto, cono si yo jamás le hubiera hablado. Es totalmente incapaz de entender lo que es un plan y, por cierto, de seguirlo cumplidamente. Ignor vive sólo por el día. Del ayer se olvidó. El mañana. . . quién sabe. No entiende de objetivos a corto y largo plazo. Carece de visión de futuro; tal cosa no existe en su tipología. Necesita que alguien lo lleve de la mano, paso a paso. Si no, se queda parado donde lo soltaste. Vienes a él después de un año y lo encuentras allí mismo donde lo dejaste.
Ignor me da profunda pena. Es el resultado de haber sido criado en la ignorancia de Dios, la barbarie y el vicio. Su mente está gravemente dañada. Humanamente se puede esperar poco de él. El Señor lo ha llamado y el ha respondido. Este es un gran milagro de la Misericordia Infinita. Ama al Señor y van naciendo en él nuevos motivos y anhelos santos. Comienza a poner atención como aquel que quiere aprender. Poco a poco la luz va entrando en su corazón entenebrecido. Pero la obra es penosa y los progresos lentos. Sus hijos, que a su tiempo nacerán en la iglesia, tendrán un comienzo totalmente diferente y mucho más favorable.
Con su arrogancia trata de ocultar sus temores y su vergüenza. Pero hay sed de Cristo en su corazón. . . Dale más de Cristo. Pero no con compleja teología, sino con parábolas, ejemplos prácticos y pensamientos sencillos. La regla con Ignor debe siempre ser: “Un poquito por vez.”
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