Filipenses 2:1-4

“Por tanto, si hay algún consuelo en Cristo, si algún estímulo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia,  completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por rivalidad o por vanidad; antes bien, con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo. No busquéis vuestro propio provecho, sino el de los demás..”

En la mente de Pablo está clara la importancia del consuelo que nos llega de parte de nuestros hermanos fieles en la fe y abundantes en el amor mutuo. El consuelo de Dios por la fe es la base de nuestra fortaleza. Es un consuelo que nos viene directamente de Dios cuando confiamos en él. Por fe en ese amor inefable el anciano apóstol había sido capaz de soportarlo todo. Ahora se veía encadenado y a la espera de una muerte segura. Pero no tenía temor. Se gloriaba con gran gozo en el amor de Dios. Sólo esperaba en la gloria que había de ser manifestada.

Pero el Señor que había hecho a Pablo, lo había dotado de talentos y lo había guiado durante sus largos y duros años de ministerio, quería que su fiel siervo tuviera muestras más cercanas de su amor. La obra del Espíritu Santo en el corazón de los filipenses, con su fruto de amor, vendría así a completar el gozo del apóstol. Es posible que Pablo no pudiera ver con claridad el rostro de sus hermanos y hermanas, pero podía sentir sus abrazos y sus besos, acariciar a sus niños, abrigarse con las ropas recibidas de ellos y comer con alegría de los alimentos que no le dejaban faltar.

¿En qué consiste la alegría de un anciano? ¿En una casa más grande y lujosa? ¿En un automóvil de último modelo? ¡Nada de eso! La alegría de un anciano –lo puedo decir con conocimiento de causa– no consiste en algo material o pasajero, sino en el amor de sus hijos, nietos y viejos amigos. El Padre en los cielos lo sabía y llenó el corazón del apóstol de alegría por medio de sus hermanos en Cristo.

Además, qué podría alegrar más al apóstol que el ver a su amado Señor Jesucristo reproducido en la vida de hombres y mujeres, ancianos y niños. Esto era la compleción (*) de su gozo; la plenitud de su vida. Tal amor en la iglesia le hacía sentir que no había corrido ni sufrido en vano. El mismo Señor que en ocasión de su llamado en Damasco le dijo cuánto debería sufrir por causa de su Nombre, le estaba dando ahora, en sus días postreros, un anticipo de la eternidad feliz. No hay gozo mayor que este: el que proviene de Dios y el que nos proporcionan nuestros hermanos cuando viven en el amor de Dios.

Rivalidad y vanidad no provienen de Dios, sino del gran enemigo. No propenden a la paz ni a la felicidad, sino que todo lo llenan de tinieblas y horror. Reina confusión en muchas iglesias porque se olvidaron del amor de Cristo. Sienten envidia; compiten unos con otros; esperan ser servidos en lugar de ser servidores de los demás. Jesús no vino para ser servido sino para servir. Pablo derramó su alma en libación sobre el altar del Señor. Los fieles hijos de Dios pensaron siempre en los demás antes que en ellos mismos. ¿Y qué de nosotros hoy? ¿Hallamos gozo en servir a otros? ¿Nos detenemos cuando la empresa requiere sacrificio de parte de nosotros? Podemos tener este amor celestial si tan sólo lo demandamos de Dios y estamos dispuestos a pagar el precio de la obediencia. Ponte de corazón a servir al Señor. Ve por donde El te guíe. No temas en nada lo que vas a padecer. El resultado será glorioso en el consuelo que viene del Señor por la fe y en el amor agradecido de muchos hermanos y hermanas para los cuales habrás sido una bendición.

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(*) Compleción: Acción y efecto de completar. La palabra “completamiento” no figura en el diccionario de la Real Academia.

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