Mi madre tenía un lindo piano. Por un tiempo fui a tomar unas lecciones, pero dejé. Por alguna razón el piano no me llegaba al corazón.
De una manera que quizá nunca llegue a entender me sentí atraído por la guitarra. Todo lo que sabía del instrumento era lo que hacían los Chalchaleros y otros conjuntos folclóricos norteños y los que acompañaban tango por la radio. Esto es, conocía la guitarra en su nivel más simple. Imagínate que lo que yo veía hacer en la guitarra era como el día y la noche comparado con lo que mi madre hacía en el piano. Pero persistía con la guitarra, como sospechando que se podría hacer algo mucho mejor con ese instrumento.
De niño le rogué a mi madre que me comprara una guitarra. Ella me decía: ¿Una guitarra? ¿Para qué quieres una guitarra? ¿No te gusta el
piano? ¡Ya tienes un piano en casa! (Un razonamiento demasiado simplista.)
No sabía qué responderle. Cómo explicarle que el majestuoso piano no me atraía y en cambio sí me atraía un instrumentejo del populacho(según algunos catalogan la guitarra.) ¡Si a lo menos me gustara el violín!
Pero el violín tampoco me atraía como instrumento para mí. Yo quería una guitarra. Este ruego duró años. Mi madre no aflojaba. Al final un día–quizá harta ya de mi cantinela–me llevó a una casa de música a comprar una guitarra. Imagínate, yo sentía que caminaba sin tocar el suelo. Una vez allí vimos algunas guitarras sencillas, pero la prudente mamá encontró que era un gasto demasiado grande, y terminó comprándome una armónica. Me sentí frustrado y burlado. Me puse a tocar la armónica, de todos modos y me dije que el primer sueldo que ganara sería para comprarme una guitarra. A mi madre nunca más le mencioné la compra de una guitarra.
Así fue que llegué a los 17 años de edad y al quinto año de la Escuela Industrial. Mi profesor de Termodinámica, el inolvidable
Ingeniero Silvestre Lorenzo Swiffet, me invitó a trabajar en su fábrica de instrumentos de prueba de materiales (entonces Cific, ahora Sific.) Me pagó 2000 pesos por la práctica del verano. Tan pronto los cobré, me fui a una casa de música y me compré mi tan soñada guitarra.
Entonces entendía poco de guitarras (jamás había tenido una en la mano) y la que compré no era buena. Su sonido era pobre y muy dura para tocar. Comoquiera esa fue mi primera guitarra y con esa empecé a estudiar.
Las lecciones me fueron abriendo los ojos a un mundo nuevo en la guitarra. Entonces comencé a entender las posibilidades del
instrumento que había amado por tanto tiempo. Por ese tiempo solía escuchar a Eduardo Falú. Me quedaba pasmado al oír lo que este hombre era capaz de hacer con sólo seis cuerdas. Recuerdo que una vez fui a verlo a la radio.
Así el camino me fue llevando de una sorpresa a otra hasta que alguien me habló de Segovia. En aquel tiempo no existía YouTube ni
cosa parecida. Si uno quería escuchar música debía encender la radio o comprarse un disco. Así que fui a una casa de discos en el centro de
Rosario y pedí un Long Play de Andrés Segovia. En aquel tiempo estas casas tenían cabinas de prueba para escuchar el disco que uno iba a
comprar. Me metí en una de esas minúsculas cabinas. . . Cuando la guitarra de Segovia comenzó a sonar, me sobrevino una emoción tan
grande que se me hizo un nudo en la garganta. Tan grande fue la conmoción que aquella música me produjo que en un momento temí que
caería al suelo.
Pasando de un maestro a otro a medida que mis expectativas se iban dirigiendo a la guitarra clásica, llegué a un gran maestro rosarino de
aquellos tiempos: el concertista clásico y profesor Jorge Martínez Zárate, de renombre mundial. Con él no solo aprendí a tomar la guitarra muy en serio, sino que también puede escuchar a muchos de sus alumnos en los recitales que organizaba la Asociación Guitarrística de Rosario en la librería Romano, sobre calle Córdoba.
Ahora sabía por qué amaba la guitarra, y sabía cuál era el camino para llegar a ser un guitarrista clásico. Estudié con el maestro
Martínez Zárate como un par de años. Luego sentí el llamado a ser un ministro del Evangelio y tuve que dejar mi ciudad, mi maestro, y no mucho después tuve que vender mi guitarra porque necesitaba algo de dinero.
Pasé así unos 20 años sin guitarra y sin maestro. En el seminario no se sabía de otra cosa más que de piano, violín y órgano. (¿Guitarra? ¿A quién se le podría ocurrir estudiar guitarra?) Hasta que por el año ’84, cuando pastoreaba la iglesia de San Francisco, en el límite
entre las provincias de Córdoba y Santa Fe, vi que había un conservatorio de música municipal cerca de mi casa. Enseñaban guitarra
clásica. Me acerqué a preguntar, pero tuve una desilusión cuando me dijeron que se requería asistencia diaria a clases por una serie de
años, y se obtenía el título de maestro superior de música con especialización en guitarra.
Por cierto yo no estaba para eso. De modo que, recobrado de la desilusión pregunté por algún maestro que diera clases privadas. No había maestros particulares en San Francisco. Y así comencé a estudiar con un par de jóvenes estudiantes adelantados del conservatorio. Conseguí una guitarra prestada que parecía a punto de “implotar”, ¿me explico? Esto ocurre cuando la guitarra no resiste la tensión de las cuerdas y se revienta “para adentro.” Tenía las cuerdas separadas como por dos centímetros o más del diapasón a la altura del 12° traste.
Era difícil tocar con esa guitarra de cuerdas tan altas. Pero comoquiera fue una manera de empezar. Luego ocurrió el milagro: mi
profesor trajo un día su guitarra, ya que estaba de paso para el conservatorio. Me admiré al ver aquella belleza y al oír su sonido tan
profundo y dulce. Era muy blanda al toque. Me dijo que se la había comprado a un Luthier muy bueno que tenía su taller no muy lejos de casa, en la misma calle donde yo vivía.
Así conocí a don Aldo Merlino y sus finas guitarras. Pero ¡Ay desgracia, eran carísimas! ¿Quién podría comprar una guitarra así? Le conté a Carmencita, mi única hermana, y ella me dijo casi en seguida: Yo te la voy a comprar, tengo unos ahorros que traje de Estados Unidos y creo que me van a alcanzar.
Fue así como un día Carmencita vino de Rosario a San Francisco para pasar unos días con nosotros y me compró aquella maravillosa guitarra. ¡Costó casi 1000 dólares americanos a comienzos de año 1986! Mi buena hermanita gastó todos sus ahorros para comprarme esa guitarra. ¡Un sacrificio enorme de su parte para que su hermanito del alma tuviera la guitarra que tanto le gustaba! Ese fue un gesto que nunca olvidé. Cuido esa guitarra como a la niña de mi ojo. No se la presto a nadie y jamás la saco de mi oficina. (Para usos comunes tengo otra guitarra sencilla que compré el año pasado en una casa de artículos usados por pocos dólares aquí en Cornwall, Canadá. Esa sí se la presto a todo el mundo y la llevo a las vacaciones.)
No mucho tiempo después de haber recibido aquella hermosa guitarra, fui trasladado a Nogoyá, Entre Ríos. Luego a la ciudad de Córdoba y finalmente me vine a Canadá porque la crisis de esos años hizo que numerosos pastores quedáramos sin trabajo.
Aquí en Canadá la lucha por sobrevivir y obtener la residencia y luego por servir en el ministerio me absorbieron de tal manera que mi guitarra casi no salió de su estuche por otros veinte años. Finalmente, al jubilarme, ya libre de presiones, fui a buscar mi guitarra. Casi había olvidado todo lo que sabía. Hice el intento de retomar mi estudio, pero: ¡Desastre! De buenas a primeras se me fracturó la cuarta vértebra lumbar por compresión y pasé más de un año con dolores y espasmos que no se los deseo ni a mi peor enemigo. El diagnóstico fue: Osteoporosis. La guitarra volvió a dormir todo ese tiempo. La postura elegante pero severa del guitarrista clásico me producía dolores muy fuertes. No podía tocarla.
Volví a tomar la guitarra en mayo del año pasado con un propósito muy definido y un método exigente de trabajo diario (2 a 4 horas por
dia). Ya llevo más de un año en este empeño. Felizmente no ha ocurrido nada grave todavía que me impida seguir tocándola. Poco a poco voy recuperando lo perdido. Si bien mis manos ya no son las mismas. Los reflejos condicionados de los dedos no se fijan tan fácilmente como en mi juventud. Debo poner el doble de empeño y trabajo. Mi vista no era buena al comenzar el plan, pero fui operado de cataratas y puedo ver bien ahora. Tengo temblor en las manos. Unos días más y otros menos. El neurólogo me dijo que ese temblor viene con la edad y tiende a incrementarse al pasar los años.
Sé que no podré ir muy lejos como ejecutante. Movimientos involuntarios de mis dedos me hacen cometer errores. Pero el gran beneficio de la guitarra en mi caso está en la relajación y la paz que me trae practicarla. No sueño con dar conciertos, sino con tener un espíritu más sereno y una mejor visión de las cosas de Dios como resultado de la práctica de música elevadora.
Tanto la música, como la Palabra de Dios por sobre todo, le dan profundo y rico sentido a mi vida de jubilado, y me mantienen ocupado y feliz todo el tiempo.
Gracias a Dios por su Palabra que es fuente de fe y de esperanza y por la música, con la que ha llenado los cielos y embellece nuestra vida en esta tierra.
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¡Muchas gracias!
Yo poseo 3 guitarras: una Antigua Casa Nunez de 1962 propiedad de mi padre, una Yacopi y otra de Aldo Merlino. Si bien hace mucho que no la toco, esta últimi siempre fué mi preferida, primero por ser la única realmente de concierto y además porque mi padre fué amigo de Aldo. Tanto es así, que cuando comencé a estudiar, este me hizo una guitarra a medida de medio concierto.
Muchas gracias Eduardo por tu carta y por interesarte en mi artículo. Tengo 69 años de edad y sigo estudiando guitarra como cuando era muchacho y recibía mis primeras lecciones del maestro Jorge Martínez Zárate, en Rosario donde nací.
En estos momentos tengo tres guitarras. Aparte de la hecha por Don Aldo, tengo una Yamaha de estudio C-40, que uso cuando viajo para cuidar la otra. También tengo una hecha por Fernando Estrada, flamante, una verdadera joya, hecha este año, que compré para revenderla aquí.
La vida me impidió avanzar en el estudio de la guitarra. Ahora, como jubilado, tengo tiempo para estudiar, si bien el tiempo y las fuerzas se me van acabando, como es la ley de la vida. Pero el beneficio espiritual y mental que obtengo por el estudio de la música y la práctica constante del instrumento es tan grande que no sé como podría ya vivir sin pulsar sus cuerdas.