Por Qué Escribo

Si me preguntáis por qué escribo, os responderé: No sé; escribí siempre. Si me preguntáis por qué respiro, os diré: Respiro sin parar desde el día en que nací hace ya como setenta años. Algún día dejaré de respirar. Ese día se acabará todo para mí en este mundo.

Pienso que si dejara de escribir me sucedería lo mismo, sólo que mi muerte sería muy triste, imagino yo. Algo así como estar uno despierto, muriéndose de asfixia. . . Pero, ¿por qué dejar de escribir? ¡Jamás! Escribiré hasta que la pluma se me caiga de la mano.

Mi esposa ama la lectura. Lee un libro tras el otro. Le gustan los relatos e historias y todo lo que tiene que ver con el matrimonio, la familia y las relaciones interpersonales. Busca de continuo la luz que viene del Señor.

Yo no leo tantos libros como ella, de tapa a tapa. Pero ando por todas partes investigando y aprendiendo. Encuentro placer en aprender. No soy un comprador de libros para mí, pero los compro para el Kindle de ella. Y al verla leer siempre, y con incansable interés, me siento movido a escribir más.

¿De qué escribiré? Si debiera escribir un texto académico, me regiría por un programa y trataría de cubrir uniformemente el tema. Lo haría de manera objetiva. Pero si escribo para compartir mi vida personal con Cristo, entonces dejaré que las fuentes de mi alma se abran generosas al toque de la vara divina y pondré aquel caudal en palabras que otros puedan entender. Lo haré de una manera objetiva y subjetiva al mismo tiempo. El agua se teñirá del color de mi corazón al pasar por él y tomará un sabor peculiar, sin dejar de ser el Agua de Vida.

No seré exhaustivo ni diré cada detalle de mi experiencia. Escribiré sólo la esencia del asunto usando de los los pocos hechos que me permitan delinearla con claridad. De esta manera el lector podrá adaptar la idea fácilmente a su propia experiencia. Los detalles los añadirá él y sentirá que ese mensaje fue escrito para él.

No adornaré mi relato con palabras bonitas ni seré grandilocuente. He aprendido que la verdad y el amor tienen su propia belleza y no necesitan más. Uno de los libros más bellos que se hayan escrito es el evangelio de San Lucas. Los primeros capítulos, referidos al nacimiento del Señor y de Juan el Bautista se expresan con una sencillez casi rayana en la candidez. Pero cuán bellos resultan al lector y cuán poderosos son para llegar al corazón y grabar en él con trazos indelebles y luminosos su mensaje.

Hay tiempos de sequía. Pero de pronto se unen en tu mente un pensamiento profundo y rico con un hecho común del diario vivir que lo pinta con tintes muy claros. Te pones a escribir y tus palabras corren como el agua. Escribes hasta que la fuente vuelve a cerrarse. Ahora ha llegado el tiempo de pulir. Le das un orden lógico a tus argumentos, quitas las repeticiones y redundancias. Abrevias, esto es: tratas de decir lo mismo con palabras más simples y frases más breves. Eliminas todo artificio decorativo y toda ambigüedad que oscurezca la idea; dejas ver la médula en su forma peculiar, con su color y su perfume propios.

Llegado a este punto te detienes. Guardas tu escrito en una gaveta o en un archivador de tu computadora. Lo dejas allí unos días. Vuelves luego, lo lees y lo encuentras bello. Ahora lo libras al vuelo de sus alas y a la Divina Providencia con el íntimo deseo de que sea vehículo de la Gracia para algún otro.

Esto es lo que entiendo por escribir, y escribo para compartir con otros las bendiciones de Dios.

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