Por Carlos Perrone
(Este artículo fue actualizado el 7 de febrero de 2021)
Corría el año 1959, tenía yo entonces 17 años y asistía a la escuela industrial de mi ciudad natal. Amaba la física y la mecánica, especialmente el diseño de máquinas. Quería llegar a ser ingeniero mecánico y crear mecanismos que aliviaran el trabajo del hombre. Creía en la superación del hombre por el hombre. Pensaba que la tecnología ayudaría a la humanidad a vivir más feliz. Quería ser parte del Paraíso Tecnológico, que el progreso parecía prometer en aquellos días, donde los problemas del hombre serían finalmente solucionados. Nunca imaginé, entonces, que mi profesor de Termodinámica diría algo en una de sus clases que llegaría a cambiar el rumbo de mi vida.
De tanto en tanto, aquel profesor solía poner a un lado por un momento las fórmulas matemáticas y tener reflexiones sobre cosas de la vida con sus alumnos. “¿A qué edad deberían ustedes comenzar a educar a su hijo?” Preguntó en una de esas ocasiones. Uno dijo: “a los cinco años.” “Demasiado tarde muchacho–respondió el profesor–si comienzas a educarlo a esa edad es poco lo que te queda por hacer, el carácter del niño ya estará formado.” “Apenas nace,” aventuró otro. “Tarde, hijo, tarde,” fue la respuesta del viejo maestro. “Mientras se gesta en el seno materno,” filosofó un tercero. “Tú también estás llegando tarde. . . Déjenme decírselo: al niño hay que comenzar a educarlo diez años antes de que nazca, porque la educación del niño comienza con la educación de sus padres. Ustedes deberían comenzar hoy mismo a educar a sus hijos. No se demoren, porque entonces será tarde.”
“¡Cielos–pensé–mi padre tenía veintisiete años cuando yo nací, y yo tengo diecisiete! ¡Si voy a tener mi primer hijo a los veintisiete años de edad, como mi padre, entonces no tengo tiempo que perder! Y comencé aquel día a preocuparme por la educación de mi hijo y ciertamente, por la mía propia también.
Mis intenciones eran buenas y me puse a pensar en los mejores materiales que podría hallar para educar a mi hijo. Esto me llevó a salir un poco de mi altillo lleno de física y mecánica, para ver qué había más allá de las paredes, en el mundo donde vivía todo el resto de la gente.
Esto ocurrió hace sesenta años, cuando no se conocían las computadoras, ni el internet, ni los teléfonos celulares, ni los viajes a la luna, ni la televisión por satélite. Tampoco se sabía de muchas drogas adictivas y el SIDA no había aparecido todavía. Eran los tiempos de los comienzos del Rock and Roll con Elvis Presley y de la “nueva moral”. Los aviones internacionales de pasajeros se movían con cuatro grandes motores de explosión y hélices y en su mayoría eran hechos por la Douglas Airtcraft Company, no por la Boeing. Acababa de ponerse en servicio el cuatrimotor comercial DC-8 en 1958.
Sí, seis décadas atrás el mundo parecía más tranquilo, más benigno. Pero al salir de mi altillo y mirar con atención lo que el mundo tenía para ofrecerme en relación con la educación de mi hijo, quedé decepcionado. Por donde volteaba a mirar veía dolor y miseria. Hogares destruidos, niños abandonados, ancianos solos y sin pan que llevarse a la boca. Muchos parecían indiferentes al dolor ajeno. Otros explotaban a sus semejantes hasta matarlos, tan sólo por aumentar su riqueza.
Mi interés me llevó a investigar y a leer muchos libros como también a observar lo que ocurría a mi alrededor de cerca o de lejos. Parecía encontrar alguna luz en ciertos autores, pero con ella también muchas contradicciones. Veía el rostro benigno de mi padre y su denuedo por proveernos lo mejor. Veía la persistente paciencia de mi madre y me preguntaba: ¿Para qué tanto esfuerzo y sacrificio? No alcanzaba a percibir la profundidad de su amor, en su fe sencilla.
No llegaba a discernir el propósito o el beneficio de vivir en este mundo. Sin embargo, me dominaba la convicción de que en algún lugar hallaría la verdad. Tenía una fe primitiva en que algo mayor que este mundo estaría esperándome en algún lugar y a su tiempo llegaría a él. Creía en la existencia de un Dios, pero estaba demasiado confundido con las ideas humanistas y materialistas como para imaginar que algún día, ese gran Dios vendría hacia mí con su respuesta a mis inquietudes.
Pasaron cuatro largos años, en los que no faltaron momentos de sombría frustración y depresión en mi afán por hallar la buena enseñanza que daría a mi hijo. Cuatro años en los que sólo había aumentado mi confusión y no tenía nada en la mano. Por entonces yo tenía ya veintiún años y era dibujante proyectista en el departamento de ingeniería de planta de una sucursal de la fábrica de tractores John Deere, la cual estaba en las afueras de mi ciudad. Ganaba un buen sueldo. Tenía una hermosa motocicleta, y una chaqueta de cuero negro y un gran porvenir. Pero mis interrogantes seguían sin ser contestadas y lastimándome.
Al regresar del trabajo a casa un día hallé a mi hermana contenta. “¿Sabes?–me dijo–pedí un Nuevo Testamento a un programa radial luterano llamado ‘La Voz del Templo’ y me lo enviaron. Aquí está.” Me asombré al ver el entusiasmo de Carmencita por un libro religioso. Entonces entendí que ella también andaba en busca de la verdad como yo. Miré aquel libro encuadernado en rústica con curiosidad. ¿Encontraría en él algo que diera respuesta a mis inquietudes? Lo último que se me hubiera ocurrido, de no ser por ese incidente, era buscar la verdad en la religión.
Comencé a leerlo. Por aquel tiempo gustaba de escuchar música clásica. Cada día, al regresar del trabajo, pasaba una hora en mi cuarto escuchando obras de los grandes maestros. Pero algo cambió entonces. En lugar de oír música clásica comencé a leer aquel pequeño libro. No entendía mucho, pero me gustaba. Quedé impresionado profundamente por la personalidad de Jesús. ¡El podría tener las respuestas que había estado buscando por tanto tiempo! Una tarde leí parte del libro de Apocalipsis, y por la noche tuve pesadillas.
Una de esas tardes, al regresar a casa, encontré a un caballero de aspecto muy digno y extraordinaria simpatía sentado a la mesa del comedor, conversando con Carmencita. Tendría no más de unos cuatro años más que yo de edad, pero lucía como un príncipe, con un rostro iluminado y maneras cortesanas, si bien su hablar era sencillo y humilde. Mi hermana había estado asistiendo a unas conferencias evangelizadoras que se daban en un teatro no lejos de casa. Aquel varón de porte real resultó ser el pastor Pedro Orué, que hacía en aquellos tiempos sus inicios en el ministerio y que nos visitaba en respuesta a un pedido expreso de Carmencita. Abrió las Escrituras y comenzó a explicarnos algunas de sus enseñanzas. Yo estaba atónito. No perdía una sola de sus palabras ni de sus visitas. Pronto me di cuenta de que aquel hombre estaba dando respuesta a mis interrogantes.
Llegué a entender que el mundo no es el resultado de la casualidad sino del designio de un Dios amoroso y sabio. Dios lo había hecho todo bueno, pero los hombres buscaron muchas perversiones. Pero Dios amaba al mundo a pesar de todo y presentaba al hombre un camino de salvación mediante Jesucristo. La vida tenía entonces un propósito: servir a un Dios amoroso; y una esperanza: vivir para siempre con el Señor.
Síííí, sí. . . ahora tenía algo grande que enseñar a mi hijo. No sabía cuántos años más me quedarían para educarme a mí mismo, pero pondría todo el empeño posible. ¡Y aunque parezca mentira, mi hijo nació cuando yo tenía veintisiete años! Daniel tiene ahora cincuenta y un años y yo setenta y ocho. Y, ¡bendito sea el Señor! Es un hombre justo y lleno de amor por su esposa, sus dos hijitas, sus padres y sus tres hermanas. Eligió la profesión de enfermero, y dedica gran parte de su tiempo y energías a aliviar el dolor de la gente.
Su vida también está llena de propósito, como un día llegó a estar la mía. Es infatigable en su trabajo por sus niñas, a las que no cesa de enseñarles que la existencia tiene un propósito: servir a Dios, y nos ofrece una gran esperanza: vivir para siempre con nuestro Señor.
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