Cizaña entre el trigo

Me gusta mucho remar.

Daniel, mi hijo mayor,  me hizo dos barcas de remos, una de 3,60 metros de largo para un remero y la otra de más de cinco metros para uno o dos remeros.

Aquí en Canadá hay lagos por centenares y miles. Me gusta remar en ellos.

Un día mientras tomaba un momento de descanso en medio del lago Newboro, mi barca se balanceaba con las ondas y mi mente y mis ojos contemplaban el paisaje. Sólo se oía el susurro de la brisa, el graznido de algún ganso o la voz peculiar del somormujo.

Pensé: ¿Cómo es posible que toda esta belleza esté aquí sólo para mí? Día de semana, no había pescadores en el lago, ni motor que rompiera aquel concierto natural.

Me sentí inmensamente rico, aunque sólo tenía mi barca y un par de remos.

Pero no todos pueden ver lo que yo veo. Muchos turistas y vecinos vienen aquí por diversión: Licor, mujeres, poker. . . ¿Ven ellos estas maravillas?

. . .

Mi esposa gusta también del agua y los bosques. Hace tiempo compró un motorcito fuera de borda. Se lo ponemos a la barca más grande y salimos con su “rrrrrrrrrrrr”. Luego nos detenemos junto a la costa y atamos la barca a una rama que cae hasta el agua.

Conversamos poco. Mientras la barca copia el vaivén de las ondas, la vista se nos pierde en la distancia, en el azul del cielo, en la fresca espesura del monte y nos llega el canto de las aves y el rumor de la brisa.

Tenemos un mismo pensamiento y un mismo sentir. ¡Qué maravilla! ¿Es posible que todo esto esté aquí sólo para nosotros?

A ese tiempo los tábanos nos han descubierto y comienzan a acosarnos. Nos dan sus fuertes picotazos por todas partes y muy especialmente en los pies descalzos. Tratamos de espantarlos con un trapo.

Y al caer la tarde, cuando el sol se va escondiendo, vienen mosquitos por miles, nos envuelven en su nube zumbadora y nos vuelven locos.

Ya esto es demasiado. Le doy un tirón a la cuerda de arranque y salimos. Dejamos atrás la nube asesina.

Y nos preguntamos: ¿Por qué toda esta belleza tiene que arruinarse al punto de que uno tenga que huir de ella?

En medio del paisaje crepuscular le pregunto al monte por qué esto es así. Pero el monte no responde. Le pregunto al agua y a las piedras. . . nada.

Los animalitos del bosque nos miran con desconfianza y huyen. ¿Por qué? ¿Hay necesidad de que estas cosas sean así?

Llegamos apresurados a nuestra casita rodante y entramos, cerrando la puerta tras nosotros y dejando fuera la nube de mosquitos. A través del tejido de las ventanas vemos cerrar la noche. Todo se moja con el rocío.

Una capa de niebla blanca y densa se asienta sobre la superficie del lago. No hay nada que hacer afuera. Solo saldremos cuando despunte el día. Pero aún la música del viento sigue susurrando entre las copas de los altos pinos. No se oye el graznido de los gansos ni la voz del somormujo. El aire de la noche se puebla con la voz del grillo, el croar de las ranas y el aullido lejano de un coyote. Es bella la música de la noche. También oímos el zumbido de los mosquitos que pugnan por entrar.

Pero bella como es, la noche tampoco me dice por qué en medio de una explosión de vida, existe también el dolor.

Busco respuesta en el cielo, más allá de las estrellas. . .

Señor ¿No sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde pues tiene cizaña?”.

Una voz responde: “Un enemigo ha hecho esto.”

¿Quieres que vayamos y la arranquemos?

“No, porque al arrancar la cizaña podríais dañar también el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Cuando llegue el momento de cosechar, yo les diré a los segadores que recojan primero la cizaña y la aten en manojos, para quemarla, y que después guarden el trigo en mi granero.”

(Ver Evangelio de San Mateo 13: 24 al 30)

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