“No seas sabio en tu propia opinión; teme a Jehová, y apártate del mal”.
(Proverbios 3:7)
“Esta es mi opinión” solemos decir con voz grave, hinchando el pecho y echando los hombros hacia atrás. Nuestro yo se agranda cuando la expresamos. Nos vemos en un alto sitial observando y juzgando al mundo. Con “nuestra opinión” tratamos de afirmar nuestro yo, de ser “alguien”.
Podríamos parafrasear Proverbios 3:7 de la siguiente manera: “No te creas sabio; ese es un mal grande del que debes apartarte en el temor del Señor”.
O también: “Creerse sabio es algo que el Señor reprueba. Aléjate de ese mal”.
¿Qué es una opinión? Es un juicio que trata de explicar las causas o los efectos de hechos que no son claros al entendimiento humano o que intenta evaluar un hecho, el proceder de una persona o las ventajas o desventajas de hacer o no alguna cosa. La opinión es una extrapolación mediante la cual pretendemos alcanzar lo desconocido partiendo de lo conocido.
Hay una opinión legítima; constructiva: la que conduce al esclarecimiento de una situación que no puede entenderse por los hechos. Una opinión legítima –acertada o no– puede abrir caminos nuevos a la investigación y al pensamiento. El futuro es siempre incierto. No podemos abarcar los incontables parámetros que modelan el curso de la vida. Nos es necesario conjeturar u opinar acerca de lo que puede ser el día de mañana y planear un curso de acción.
Pero en muchos casos la opinión es destructiva. No está basada en una consideración profunda y abarcante de los hechos ni en una búsqueda sincera de la verdad, sino en el prejuicio. No está fundada en evidencias claras, sino en las ideas e impresiones adquiridas en años de enclaustramiento cultural, social y espiritual. El opinador juzga las cosas basado en lo que vio y experimentó dentro del ambiente donde desarrolló su vida. Son pocos los que, por medio del estudio y firme disciplina, van más allá de los límites de su entorno y adquieren así gran caudal de conocimientos y pueden comprender el modo de pensar de otras personas y de otras culturas. Los hechos comprobables no se discuten. Sólo las opiniones se discuten. Y cuando cada uno quiere imponer su opinión particular y estrecha a los demás surgen los pleitos y las guerras.
Por eso la Palabra de Dios nos amonesta a no ser sabios en nuestra propia opinión, sino a ser temerosos de Dios. El hombre sabio según Dios, es prudente en sus palabras. No se apresura a opinar. No toma con ligereza el derecho de expresar su modo de pensar. No se aíra si otros no piensan como él.
“Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse”. (Santiago 1:19).
“Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación”. (Santiago 3:1).
Pablo se refiere a esto en Romanos 12:3: “Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”. Y añade en Filipenses 2:3 “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo”.
El ateísmo –la negación de la existencia de Dios– no pasa de ser una suposición que no puede probarse. Podemos decir que no es más que una opinión basada en las tendencias y deseos de la naturaleza humana carnal que no quiere saber nada con un ser superior.
Las religiones paganas son el resultado de muchas conjeturas e invenciones humanas. Son un fruto de la cultura que cobra vida propia y a su vez vuelve a influir sobre la cultura. No están fundadas en hechos sino en fantasías, supersticiones y temores. Son el esfuerzo del ser finito que desde su pequeñez quiere alcanzar lo infinito. El resultado son deidades con pasiones semejantes a las de aquellos que las crearon y las adoran. El efecto real de tales creencias no conduce a la vida, sino a la muerte.
Nuestra fe cristiana está basada en hechos concretos, no en suposiciones ni extrapolaciones. La Sagrada Escritura es una colección de hechos relacionados con nuestra salvación. Tales hechos pueden estar en el pasado, en el presente o en el futuro. Unos son visibles y otros invisibles. Unos están dentro del entorno humano. Otros pertenecen totalmente al ámbito espiritual. Unos están delante de nuestros ojos. Otros se hacen claros a nuestro entendimiento solamente por la fe.
“Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. (Hebreos 11: 1).
La fe no es una opinión ni una suposición. No es un fruto de la mente humana. La fe se funda en una revelación, es decir, en un relato inspirado que nos da a conocer muchos hechos que están fuera del alcance de nuestros sentidos y de nuestra razón.
“Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia”. (2 Timoteo 3:16).
La fe no es ciega. Se basa en evidencias claras de la veracidad y la autoridad de las Escrituras. La vida cristiana en sí misma es la mayor evidencia.
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad”. (2 Pedro 1:16).
Nuestras limitaciones humanas no nos permiten percibir lo que está más allá del alcance de nuestros sentidos. Nuestra condición pecaminosa no nos permite llegar a Dios. Pero Jesús vino al mundo para romper esa barrera de separación y para hacernos saber lo que está en el futuro o lo que no podemos ver. La fe no procede de nosotros, sino de Dios mediante Jesucristo:
“Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”. (Hebreos 12:2).
La obra de la fe no consiste en conjeturar ni en adivinar, sino en conocer los hechos de Dios que están más allá de nuestro alcance humano, creer en ellos y obrar en consecuencia. El ser humano no “hace” al Dios de la Biblia. El Dios poderoso y eterno se revela en las páginas de la Biblia para ser conocido el hombre. Todo lo que necesitamos es creer en la Palabra de Dios, aceptar la revelación como verdadera, incorporarla a nuestra vida y permitir que el Señor nos guíe.
¿Nos hemos puesto a pensar en lo que hacemos cuando opinamos de manera descuidada? No estamos enunciando ninguna verdad; no estamos añadiendo nada al conocimiento; no estamos aclarando nada; no le estamos enseñando nada útil a nadie. Todo lo que hacemos es dar expresión a nuestro viejo hombre al cual tratamos de vestir de ropas elegantes.
Debemos ser totalmente conscientes de que al expresar “nuestra opinión” podríamos estar diciendo el más desorbitado de los disparates. Más aún: podríamos estar haciendo un mal irreparable a un alma en tribulación. Me avergüenzo de muchas ocasiones en las que creí que debía “opinar” y dije las más grandes tonterías. Luego los hechos me demostraban que había estado a años luz de la verdad.
Un buen hermano en la iglesia está pasando por un momento de grandes dificultades y el futuro se le muestra incierto. Su mente se encuentra sobrecargada y extenuada. No logra atender sus deberes como solía. Descuida su aspecto personal. No puede dormir de noche y su rostro se ve pálido y ojeroso. Necesita de la ayuda, del consuelo y de las oraciones de sus hermanos. Pero no falta aquel otro que –creyéndose sabio– expresa su “opinión” al respecto: “El hermano tiene pecados ocultos”. Este modo de opinar es un mal grande del que debemos apartarnos en el temor del Señor.
La vida y la Palabra de Dios me enseñaron a no confiar en mis opiniones, sean estas favorables o desfavorables respecto de un hecho o persona. Mi opinión podría estar enalteciendo al necio y rebajando al sabio. Somos muy rápidos en opinar, pero lentos en oír atentamente antes de abrir la boca.
Hace ya tiempo, en mis primeros años en Canadá, estaba junto al horno cociendo mi pan en una panadería. No había nadie allí. Quise escuchar algo de música en tanto el pan se horneaba. Cansado y aturdido del Rock que los otros panderos ponían a todo volumen durante toda la jornada, busqué en el receptor de radio una estación de música clásica. En ese momento estaban pasado música de Mozart. El movimiento rápido y alegre de aquella música me resultó muy agradable y animador.
De pronto, como salido de la nada entró en el recinto otro panadero con el rostro encendido en ira. Sin preguntarme nada y con evidente disgusto movió el dial y sintonizó otra vez la habitual estación de Rock de todos los días.
¿Cómo se te ocurre poner semejante música en este lugar? Me gritó con los ojos fuera de sus órbitas.
Era un hombre en sus cincuenta; delgado, alto, rubio, original de Austria.
¿No te gusta? –Le pregunté sorprendido– “es de Mozart, tu paisano”.
Me soltó un rosario de maldiciones irreproducibles y se fue, dejándome bajo la estridencia del Rock.
¿Qué había sucedido a este hombre? El tenía “su opinión” acerca de Mozart y todo lo que fuera música clásica. Fuera del Rock, cualquier otra música era basura o algo peor según él. También tenía su opinión acerca del tipo de música que debía ser oída en la cuadra de una panadería. Pensaba que su opinión era del sentido común más obvio. ¿A quién podría ocurrírsele pensar de otra manera? Con su ardiente ira me daba a entender que yo estaba cometiendo un flagrante e imperdonable delito contra la sociedad toda. Que no merecía un trato digno y una explicación calmada y clara acerca de algo tan evidente. Al haber permitido que música de “Mozart” sonara en “ese lugar” yo había había deshonrado el lugar e insultado a todos mis compañeros, o al menos a él.
La opinión es un juicio de lo desconocido partiendo de lo conocido. De allí que las personas que más indagan y más conocen son más amplias en sus apreciaciones y más prudentes en sus opiniones. Todo lo que hizo mi buen amigo austríaco fue declarar a gritos sus cortos alcances, su falta de conocimiento del mundo, de la gente y del alma humana.
Guardo siempre en mi corazón la figura amable y a la vez poderosa del pastor brasileño Enoch de Oliveira, presidente de la División Sudamericana en mis años jóvenes, allá hacia fines de los ’60. Nos visitó una vez en el Seminario y tuvo una predicación especial para los estudiantes. Insistía en que los pastores deben ser incansables hombres de lectura y estudio. Solía decir en su “portullano”: “ O pastor que nao ler um livro ao mês está entrando na menopausia ministerial”. (El pastor que no lee un libro por mes está entrando en la menopausia ministerial).
Un oyente instruido nota rápidamente la diferencia entre un pastor que lee y uno que no lee. La predicación del que no lee está plagada de opiniones y excentricidades personales que presenta como si fueran toques de sabiduría. El pastor que lee se olvida de sí mismo y su predicación está adornada e iluminada por hechos reales traídos de todas partes y por un conocimiento del alma humana y de los diferentes ambientes donde esta se forma y actúa. El que no lee es estrecho, exclusivo, terminante. El que lee es amplio, inclusivo, adaptable. El que no lee es seco, tajante, intransigente. El que lee es rico, abarcante, compasivo. El que no se informa es escaso en sus ideas y da vueltas siempre en el mismo lugar. El informado es como un manantial de agua refrescante que nunca se agota.
“Teme al hombre de un solo libro” dijo Tomás de Aquino. Sí, teme al ignorante voluntario, al arrogante, al autosuficiente. Guardémonos de ser como ellos.
La Palabra del Señor nos enseña a no confiar en nuestras opiniones:
“¿Has visto hombre sabio en su propia opinión? Más esperanza hay del necio que de él. (Proverbios 26:12)”.
“Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión”. (Romanos 12:16).
¿Quieres mostrarte sabio? No opines. Es mejor callar y pasar por ignorante que hablar y demostrar que uno lo es.
“El camino del necio es derecho en su opinión; mas el que obedece al consejo es sabio”. (Proverbios 12:15).
“Y aun mientras va el necio por el camino, le falta cordura, y va diciendo a todos que es necio”. (Eclesiastés 10:3).
Si hemos nacido y nos hemos criado en una estrecha cápsula cultural, y no hemos hecho nada por ver y entender lo que hay más allá de las paredes que nos rodean, fatalmente seremos estrechos de miras, no podremos entender a los demás y creeremos que nuestras opiniones son verdades absolutas en tanto que las de los otros están equivocadas.
Tal condición es imperdonable en un ministro del Evangelio. Los primeros discípulos de Jesús llegaron a adquirir junto al Maestro una notable cultura:
“Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús”. (Hechos 4:13).
El apóstol Pablo había recibido del Señor visiones gloriosas de las que pudo aprender en profundidad la ciencia de la salvación en Cristo Jesús. Además y a diferencia de Pedro y Juan, Pablo había tenido grandes privilegios educativos. Había sido formado a los pies de Gamaliel, el famoso maestro judío. Esta educación previa a su conversión no le fue inútil en la predicación del Evangelio.
“La educación rabínica y farisea de Pablo debía ser empleada entonces en beneficio de la predicación del Evangelio, y para sostener la causa que antes se había esforzado en destruir”. {HR 286.1}
“Algunos de nuestros ministros tienen una serie de sermones, que usan sin variación año tras año. Las mismas ilustraciones, los mismos comentarios, y casi las mismas palabras. Han dejado de ser estudiantes. Se les termina el deseo de superarse, y vacilan bajo el peso de una nueva serie de sermones para prevenir la decrepitud mental. Pero el estudiante que siempre está aprendiendo, encontrará y echará mano de nueva luz, nuevas ideas, nuevas gemas de la verdad. … El evangelio, no es propiamente enseñado y representado ante los incrédulos, por hombres que han cesado de ser estudiantes, quienes, por así decirlo, se han graduado en lo que concierne a la investigación de las Escrituras, y traen afrenta sobre la verdad, por la forma en que la manipulan”.—La Voz: Su Educación y Uso Correcto, 357.
Todo el que ha nacido en el reino de los cielos es un estudiante incansable. Se empeña en conocer todo lo que tenga que ver con la vida. Nada legítimo escapará de su interés: el arte en sus diversas manifestaciones; la historia de la humanidad; la cultura de otros pueblos; la mente humana; la naturaleza; la fisiología; la geografía; la ciencia y todo lo que tenga que ver con el quehacer humano. Como enseña Pablo, lo escudriñará todo y retendrá lo bueno.
Y todo esto, sin olvidar que “el temor del Señor es el principio de la sabiduría”. (Proverbios 1: 7).