El Predicador Espectáculo

No es necesario gritar para afirmar la verdad: La verdad tiene su propia fuerza para convencer la terca voluntad humana. No es necesario dar golpes en el púlpito para mostrar un arrebato de santa ira: el Espíritu es capaz de hacer temblar el corazón más duro sin hacer tanto ruido. Estas cosas sólo llaman la atención al predicador y no al predicado (Cristo). Predicar con sencillez de corazón y amor profundo, dejando totalmente nuestras emociones en las manos de Dios, producirá un mensaje revestido de hermosura sagrada y gran poder.

En el centro de todas estas nuevas tendencias teatrales y efectistas en la predicación no hay otra cosa más que la exaltación del ego por parte de quien las practica. Cristo es puesto a un lado. El mensaje pasa a segundo término y en primer lugar brilla el predicador.

Pienso que muchos de estos predicadores modernos son espiritualmente cortos de vista. No ven la esencia, sino la apariencia de las cosas. Esto es, confunden apariencia con esencia y llegan a creer que la apariencia es la esencia.

Ven y oyen buenos predicadores, admiran su éxito, pero no ven ni entienden el mensaje. Su admiración ociosa sólo ve lo exterior. Quieren imitarlos pero sólo copian de ellos sus maneras, el tono de su voz y, muy a menudo, sus excentricidades. Hoy copian de uno, mañana de otro. Lo que ellos llaman conocimiento no pasa de ser un collage de imágenes y pensamientos prestados que van usando según el caso.

Su meta no es convencer los corazones con la verdad salvadora, sino crear una medida de excitación. Creen que han logrado su objetivo cuando perciben cierta efervescencia emotiva en los oyentes. Pero su pensamiento es pobre, de segunda mano, hecho de trozos hurtados de aquí y de allá. En el momento pueden dar apariencia de sabiduría. Pero si te detienes a oírlos un poco más, notas que su “mensaje” está lleno de contradicciones y agujeros negros.

Argumentar con ellos es perder el tiempo. Como tienen engañados a muchos miembros de iglesia, su “popularidad” los hace, a veces, intocables. Uno siente que le duele el corazón y se desespera ante la impotencia.

Pero el Señor no nos ha dejado a la merced de ellos. Más bien los permite para probar nuestra fe. Hay algo grande que podemos hacer: entregarnos sin reservas al Señor, vivir muy cerca de él en oración y obediencia, ser humildes. Entonces presentar el Evangelio en todo su poder y pureza. Esa es nuestra parte.

La parte del oyente es decidir a quién quiere escuchar. El buen grano será atado en gavillas  y llevado al granero del Señor. La cizaña será atada en manojos y echada al fuego. Hagamos nuestra parte y el Señor hará la suya.

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